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domingo, 27 de febrero de 2011
V... de "Visitantes"
Lo confieso: sucumbo y consumo a ojos llenos, aunque con cierto criterio (y no necesariamente del bueno). El amigo Desiderio Parrilla sabe más que yo de esto, y no descubro América de nuevo si afirmo que también en la tele hay antropología. No sólo en el fenómeno de ver la tele, sino en la propia tele.
Hay una serie que muchos de nosotros recordamos con cierta extraña nostalgia: "V". Corrían los años 80, el graffitti era un arte antisistema, y la V de spray rojo, las fingidas pieles y los lagartos-de-goma-come-ratas llenaban nuestra imaginación atrapada en cromos de cartón que pegábamos con pegamento IMEDIO a los manoseados álbumes (junto al Michael J. Fox del Regreso al futuro, la fantasia en 8 bits de TRON, Bastián y el dragón de la suerte, samurais, superhéroes en pijama, hobbits y otros entes de ficción que muchos creíamos y queríamos más reales que la propia realidad).
Esta nostalgia que nos lleva, en un ciclo de recuperaciones rituales miméticas, a copiar nuestro cualquier tiempo pasado fue mejor llena los espacios creativos de nuestros días con mayor frecuencia cada vez: Lost no deja de ser una lectura desbordante y desbordada, eso sí, de La isla misteriosa y otras novelas de Julio Verne; con Cuéntame cómo pasó ya hemos tenido nuestra Aquellos maravillosos años; Fringe resuena a X-files y los comics de Kirby, El coche fantástico ya tiene su modernización y se cuentan a millares las series que narran las mismas historias de siempre (hay quien dice que hay sólo un puñado de historias que contar: los celos, la envidia, el resentimiento, la culpa y la inocencia). La lista se completa con la serie que hoy quiero comentar, para aligerar la tensión política de estos días (perdonad la ligereza, pero me he tomado al menos dos días para deglutir toda la información de la que he hecho acopio antes de volver al ataque): V (2009).
Hay sobre todo dos cuestiones que merecen la pena destacarse: la primera es todo el juego en torno a la divinización de los visitantes que incluye la nueva versión. Los visitantes buscan ser adorados. Se trata de una invasión mediática más que militar: la opinión pública parece mover más a los Visitantes que el potencial bélico terráqueo. En la primera temporada, en boca de la líder de la resistencia (Erica) y de uno de sus lugartenientes, un sacerdote católico (?) [por cierto, capellán militar], se expresa de forma clara: la mayor arma de que disponen los extraterrestres es la devoción que inspiran en las masas humanas. ¡Si hasta tienen un slogan: "Somos gente de paz. Siempre"! Ya Girard nos ha enseñado a desconfiar de ciertos pacifismo en su último libro, Achever Clausewitz [traducido aquí].
La segunda cuestión abre otras muchas. El mimetismo de los Visitantes que les impulsa a clonar nuestra piel, y el hecho de que esa "simple" clonación de la piel, ese sencillo parecer más humanos, les termina "infectando" de humanidad. Como si la imitación transmitiera cierta esencia de la humanidad (los sentimientos, el alma).
Por lo demás, la serie peca de cierta puerilidad y a medida que pasan los capítulos la cosa pierde intensidad (y eso que para la segunda temporada recuperan a la mítica Diana, icono sexual de muchos, ¡ay, esos pelos cardados!). Se nota, no obstante, que todo el esfuerzo de los guionistas se dirige, más que al barroquismo efectoespecialista, a la complejidad moral y ética. Lo normal es que se quede en esfuerzo, y nada más. Pero se agradece la intención.
martes, 22 de febrero de 2011
Saltó la liebre...
Será interesante ver cuál es el reparto de culpas final, el golaberaje ideológico y religioso, el resultado de la revuelta. Yo por si acaso busco algo de lucidez en la lectura de L'homme révolté de Camus. Alberto Signorini lo cita en su introducción a La pietra scartata (La piedra desechada), un libro que reúne algunos textos de Girard sobre antisemitismo. Y lo cierto es que algunas de sus intuiciones aciertan de pleno (la necesidad de un regicidio para que se produzca el cambio, el papel de la masa, etc.).
¿Cuál es aquí y ahora el chivo expiatorio? ¿Cuál es la lectura mítica que se nos impondrá? ¿Estamos ante la Revolución Francesa musulmana? ¿Lo peor está por venir? ¿O se trata del mero anticipo de lo mejor, de una mejora escatológica? Completar a Girard completando a Clausewitz tal vez sea hoy más urgente que nunca. Podríamos escribir un libro que se llamara Achever Girard.
"Domino's Theory" (2).
jueves, 17 de febrero de 2011
El libro revelación
miércoles, 16 de febrero de 2011
Los trenes, las masas, la violencia.
De tanto en tanto sucede algo que nos une. Hace unos meses una chica medio gitana (gitana secularizada) la emprendió verbalmente con unas mujeres musulmanas. Las insultó por dejarse maltratar. Se mezclaron jergas, lenguas, se llegó al grito. Los cuerpos tensos, los rostros enrojecidos. Y todos nosotros, callados, nos acercamos más, hombro con hombro, tensos, mudos, en círculo. Ya no estábamos solos. Estábamos nosotros, esperando una vencedora, y ellas, esperando el siguiente movimiento de la otra. Nadie intentó mediar el conflicto.
De hecho nos hemos tenido que reinventar la figura del mediador, con titulación universitaria incluida. Como si en nuestra modernísima sociedad hubiéramos olvidado toda la sabiduría acumulada sobre el control de la violencia. Miramos como miraban los antropoídes de la manada la lucha entre machos.¿Hemos olvidado todo? No, aún nos asusta, gracias a Dios, la violencia desatada. Sabemos a donde puede conducirnos (la autodestrucción). Pero ya no sabemos qué hacer con ella, cómo controlarla. Somos las víctimas más débiles. Víctimas activas o pasivas de una misma violencia.
martes, 15 de febrero de 2011
Efecto dominó...
La expresión, tan afortunada como poco precisa, ha logrado cuajar como la explicación que desde los medios de comunicación se da a lo que está pasando en el mundo árabe. Se trata de otra de esas metáforas de la vida cotidiana que, lejos de ser meros juegos de palabras, esconden -literalmente- una nada inocente postura asumida ante los acontecimientos. No da lo mismo referirse a estos acontecimientos con una u otra expresión. Y la que hemos elegido da buena cuenta de ello. Vamos a comprobarlo. [Ni que decir tiene que lo que viene a continuación no tiene ningún valor académico, rigor científico ni nada que se le acerque: trato de pensar a vuela pluma algunas de las cosas que están pasando].
Cuando uno piensa en ese efecto dominó piensa en el juego infantil que describía más arriba. Pero si uno hace una búsqueda rápida en la wikipedia se encuentra con que la cosa es algo más compleja. Y más aún si se consultan las entradas inglesas. La primera sorpresa llega cuando nos encontramos con una página de desambiguación que nos conduce a distintos lugares. Dos de ellos nos interesan enormemente: la teoría del dominó, o domino theory, y la denominada pendiente resbaladiza (slippery slope). La primera de ellas, que en su entrada inglesa incluye ya una actualización sobre el tema (una caricatura con la primera (?) pieza de dominó con la bandera tunecina), y remite a la snowball theory. Lo interesante de ambas teorías es que tratan de explicar fenómenos geopolíticos de enorme complejidad a través de imágenes de relativa sencillez.
Por un lado, la bola de nieve ejemplifica el crecimiento imparable e incontenible de determinadas series de acontecimientos. La caída de una bola de nieve que va creciendo y creciendo, casi diría uno que entrópicamente, hacia un fin catastrófico, es una caída impersonal, sin origen. Las bolas de nieve que caen por una pendiente, caen solas -juega su papel la gravedad, es cierto, pero una gravedad también ella impersonal, imparcial- aun aquellas que han sido arrojadas por alguien. Su avance amenazador se produce casi por accidente. Pero lo accidental, siempre impensable, se convierte pronto, muy pronto, en inevitable. Su avance, trastabillante y discreto al principio, adquiere pronto la firmeza de una apisonadora.
El dominó, ya lo hemos dicho, concentra toda su fuerza metafórica en la ausencia del dedo que empuja la primera ficha. Es curioso que en la caricatura el dibujante haya decidido no representar ese dedo ex machina. Lo cierto es que para representar lo que el dominó simboliza o pretende simbolizar no es necesario ningún dedo mágico. Las fichas caen, y van a seguir cayendo inevitablemente, y eso es lo importante en un dominó, lo que hace que realmente sea lo que es. Pero los dominós verdaderamente hermosos son los que parecen no tener fin. En nuestro afán de ir siempre un poco más allá, de añadir siempre una ficha más, de hacer que no termine la caída de la ficha. Porque si termina, si tenemos un final, giraremos la cabeza rápidamente buscando el principio.
Matemáticamente el problema no lo es tanto: a pesar de que se presente el efecto dominó como una "representación informal" de la inducción matemática, expresiones como esta
Sarkozy ha visto como "inevitable" un cambio sobre el que sólo algunos avisados preconizaban su advenimiento [también El Baradei piensa en esta inevitabilidad]. La caída de Mubarak ¿es la antesala de otras caídas? Como siempre nuestra imaginación, nuestras previsiones y lo mejor de nuestros análisis están vueltos hacia delante. Nos ocultan el secreto origen de este movimiento inevitable -aunque se haya evitado durante mcuho timepo-. Todos en Europa alabamos la valentía del pueblo egipcio, tunecino, argelino, yemení o iraní, al echarse a la calle e encender la mecha. Como si el pueblo, esa individual colectividad, hubiera sido capaz de poner en marcha la maquinaria. Para los amantes de las teorías del complot, siento decepcionaros. Creo que, por una vez, la prensa no se confunde -demasiado-. Ha sido el pueblo, que es como decir nadie, o todos, quien ha empujado la primera ficha. Una vez ha caído ésta, como si de una enfermedad infecciosa se tratase, se ha producido el contagio. El contagio de masa en masa, agrandándose hasta que todos, en una inédita internacional postmoderna -¡proletario musulmán del mundo unido!- han logrado derrocar al tirano, ese contagio parece ser imparable.
El hecho de que en Egipto todo comience con un mártir, víctima rápidamente divinizada (todos los jóvenes en Alejandría llevaban su foto, dicen), que la masa-pueblo ocupe un lugar protagonista, que los reyes-dioses sean depuestos y que grupos islamistas quieran hacer suyo toda esta dinámica antropológico-social nos conducen a una única posible conclusión: hay algo de sacro, de religioso (en el sentido que le suele dar Girard al término: sacro=violento) en todo esto, y cierto Islam no quiere perder comba. La poderosa épica que los hechos transmiten, a la que han sucumbido los medios de comunicación en Occidente y en todo el mundo, es de raíz sacra. Su vinculación con la violencia está por ver. Por ahora parece que todo está sucediendo con una cierta contención (a pesar de saqueos, enfrentamientos policiales, algunos fallecidos, y un largo etcétera que en nuestro cómodo Occidente no consentiríamos).
Con media España (¡ay, la España de las mitades!) creyendo vivir bajo una dictadura, lo raro es que no nos dé por salir a las calles a exigir un cambio. Lo mismo es que somos demasiado civilizados como para hacernos ya una masa. Lo mismo es que la democracia, esa lotería, va y sirve de algo. O lo mismo es que la mecha aquí ya no prende porque ya somos post-religiosos. O lo mismo no, lo mismo le hemos visto las orejas al lobo y ya no nos atrevemos ni a movernos. Que se muevan otros, que vaya el otro a la plaza.
Como ya se ha dicho, el trato sórdido al que parece que estamos condenados aprieta cada vez más. Hay, dejadme polemizar, otras masas y otros mártires.
lunes, 14 de febrero de 2011
Girard y Shakespeare
La dirección es la siguiente http://asangam.blogs.uv.es/
La esponsalidad: oculta desde el principio
Aprovechando el día de San Valentín, santo romano que fue martirizado en tiempos de Claudio II por casar a los soldados romanos en secreto, aquí os lanzo mi breve estudio, que desearía continuar algún día.
domingo, 13 de febrero de 2011
Festivales de música, romerías modernas
Asistir a un festival de música tiene mucho de religioso y ritual: cada año las mismas fiestas, cada año lo mismo, pero renovado –renovado el cartel, renovada la estética y, sí, renovado el precio siempre al alza–. La proliferación de este tipo de encuentros musicales en verano es como para plantearse si hay crisis y dónde queda. Eso sí, con cierta gracia, y adaptándose a los tiempos de apreturas, se inventan un Lowcost Festival. Me hace gracia porque si se puede organizar un lowcost en esto de los festivales es probable que los que no lo son, vamos, los caros, saquen tajada y buena de todo esto. O que ofrezcan un producto mejor, más elaborado. Vamos, como la diferencia entre viajar en Iberia o en Ryanair… ¿o es que no hay diferencia?
Este verano me he vuelto a embarcar, creo que por última vez (ya lo he dicho, y repetiré), y voy a asistir a ese festival de rebajas. Los grupos nuevos que suenan como los de antes, y los de antes que no te puedes creer que sigan tocando. Siempre me han abrumado los carteles, los fancines y las revistas que hablaban de todo lo que se suponía que tenías que saber sobre lo último más allá de lo último de esta mañana en el desayuno. Nunca entendí cómo era posible saber tanto de una música que ignorar hoy lo último en música alternativa está al alcance de cualquiera que no disponga de 24 horas para escuchar los cientos de grupos, solistas y “experiencias musicales” que parecen creer aún que están haciendo algo nuevo. Sus seguidores son del mismo pelaje: es difícil que reconozcan no conocer el cartel. Que reconozcan que están haciendo lo mismo de siempre –he aquí su valor ritual– negando esa mismidad. Que reconozcan que no hay nada nuevo bajo el sol. Entonces, ¿qué van a ver?
Bob Dylan –pero no es el único– afirmaba que se aburriría si siempre tocara igual sus canciones, si se imitara a sí mismo hasta el hastío. De forma que cuando uno ha tenido la suerte de ir a alguno de sus conciertos, puede quedar decepcionado porque el muy judío no ha tocado ninguno de esos míticos temas –nótese de nuevo lo ritual– con los que muchos hemos crecido. Y, sin embargo, ha sido y es él mismo cada vez ya siempre. No rehuye su mismidad. No puede, de hecho. Este tipo de honestidad deshonesta es difícil de encontrar en estos festivales. El esfuerzo que realizan por superar-se es de tal calibre que no se molestan ni en cargarse a sus padres: todos hacen una música tan distinta que es difícil separarlos entre sí. O bien: el bosque de diferencias se hace tan intrincado que encontrar claros o senderos transitables –caminos en el bosque– es una tarea de héroes.
¿Que por qué voy, entonces? Porque en el fondo yo también quiero, ritualmente, disfrutar de esa misma auténtica indiferencia: allí somos todos iguales, todos buscamos lo mismo –la distinción, la marca, la diferencia. Esa es la carta inconfesable de mis motivos. La carta que enseño públicamente es la carta del trabajo de campo, de la antropología, del interés cultural de este tipo de encuentros. No podría soportar verme como un fan fatal más, pero en el fondo es lo que soy, o en lo que me convierto, ya desde unos días antes del evento.
Voy porque se trata de un acontecimiento en el que no sucederá nada –acontecimiento que traiciona su sentido– aunque el despliegue de medios es como para que pase algo. Si me dejáis presumir, en una cena con los mejores amigos pasan muchas más cosas aunque parece que no pasa nada.
Y porque es más barato.
Si queremos llevar a cabo un análisis antropológico del fenómeno de los festivales de música, primero es necesario establecer qué tipo de fenómeno y que objetos antropológicos están en juego cuando hablamos de festival de música. Sería interesante compararlo o asimilarlo al concepto de rito o ritual. Soy consciente de que no descubro a nadie el océano haciendo una afirmación de este tipo. Nuestra visión de este tipo de actividades es intuitivamente ritual: vemos el rito allá donde se encuentre. Pero verlo no significa comprenderlo ni explicarlo. De hecho, precisamente por tratarse de un tipo de conocimiento intuitivo, va acompañado de un cierto desconocimiento, una zona oscura en la que percibimos pero no necesitamos explicar. Más aún, nos resistimos a explicar porque esa explicación acabaría con el misterio o la zona oscura que hay en todo ritual y que nos permite participar de él sin ruborizarnos. Veamos por qué.
En primer lugar, el fenómeno: una gran aglomeración de gente que recorre hormigueando el recinto del festival, de un escenario a otro; escenarios como altares de un nuevo foro romano; silencio y éxtasis a partes iguales, colectivización del grito, comunión del trance; organizadores y empleados como sacerdotes y monaguillos; la promesa de una trascendencia absoluta, inexpresable, inenarrable –de hecho su misma narración supone ya una pérdida respecto a la vivencia–. Comencemos por el final: ¿en qué consiste esa trascendencia? En ir más allá de la propia música, de los intérpretes, de uno mismo. Existe una metafísica del espectáculo que se apoya en la expectación que de suyo genera el espectáculo hasta el momento de su acontecer. Uno asiste a un espectáculo con cierta esperanza. Se me dirá que no es verdad, que no siempre es así. El crítico, por ejemplo, no espera nada, o suspende sus expectativas ante l
a labor que atiende: el juicio. Este juicio es ya una trascendencia que excede y que va más allá del espectáculo, del acontecimiento. En el otro extremo encontramos al groupie, que lo espera todo, que eleva la mediocridad objetiva a virtuosismo y genio. En medio tenemos a la masa, formada por todos aquellos que esperan cosas tan distintas que sería injusto hablar de trascendencia aquí. Y, sin embargo, observen las fotos de la masa.
¿Es posible ver en este animal la diferencia de cada uno? ¿No se observa más bien la identidad de todas las diferencias? La masa somete incluso al groupie y al crítico: señálese, si no, dónde se encuentran.
Es cierto, muy cerca o muy lejos, pero orientadas respecto a la masa, como sacerdotes, como individuos escépticos y críticos con la religión, con el rito, pero igualmente sometidos a él: el groupie lo sacrifica todo en el altar del ídolo, y el crítico sacrifica al ídolo en el altar de algo más elevado, o en su propio altar. Ninguno de los actores escapa al rito, al sacrificio, a la estructura, en definitiva, religiosa.
Pero de los tres actores, el más interesante es la masa: voluble, groupie hasta el extremo, crítica en exceso, según con quien se encuentre y el viento que sople. Fuera de la sala, fuera de la arena, del templo, todos son críticos, y casi ninguno quiere reconocerse groupie. Pocos o ninguno admitirán que mientras estuvieron allí se sintieron uno con miles de personas, que se dejaron llevar sin rubor por la ruta transitada de las muchedumbres.
Existen, por supuesto, individuos que ven todo esto y resisten al embrujo de la masa. Yo, lo confieso, soy demasiado mimético: me zambullí en la masa y disfruté como un enano. Carne débil que es uno. Eso sí, estaba rodeado de críticos y groupies y toda clase de independientes y alternativos (se me dirá que estoy resentido, pero ya no, estoy enmasado: ovejita que es uno).