De tanto en tanto sucede algo que nos une. Hace unos meses una chica medio gitana (gitana secularizada) la emprendió verbalmente con unas mujeres musulmanas. Las insultó por dejarse maltratar. Se mezclaron jergas, lenguas, se llegó al grito. Los cuerpos tensos, los rostros enrojecidos. Y todos nosotros, callados, nos acercamos más, hombro con hombro, tensos, mudos, en círculo. Ya no estábamos solos. Estábamos nosotros, esperando una vencedora, y ellas, esperando el siguiente movimiento de la otra. Nadie intentó mediar el conflicto.
De hecho nos hemos tenido que reinventar la figura del mediador, con titulación universitaria incluida. Como si en nuestra modernísima sociedad hubiéramos olvidado toda la sabiduría acumulada sobre el control de la violencia. Miramos como miraban los antropoídes de la manada la lucha entre machos.¿Hemos olvidado todo? No, aún nos asusta, gracias a Dios, la violencia desatada. Sabemos a donde puede conducirnos (la autodestrucción). Pero ya no sabemos qué hacer con ella, cómo controlarla. Somos las víctimas más débiles. Víctimas activas o pasivas de una misma violencia.
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